viernes, 19 de agosto de 2011

Vivir bien


Georgina Rodríguez Palacios



 “Vivir mejor” es el nombre del programa de política social que promueve el gobierno federal, cuyo eje declarado es el fomento de la “igualdad de oportunidades”. En la presentación, Calderón declaraba: “‘Vivir mejor’ parte de la premisa de que el mercado por sí mismo es incapaz de generar condiciones de vida digna para la gente y por eso se requiere de acción rectora y rectificadora del Estado, una acción igualadora que permita corregir las terribles condiciones de marginación que padecen millones de mexicanos y que les cancela la oportunidad de un desarrollo genuinamente humano”. Así, “vida digna” y lo “genuinamente humano” se encuentran en el centro mismo de lo que significa “vivir mejor” o, digamos, vivir bien. Las estrategias realmente aplicadas por este mismo gobierno, y los efectos que en lo económico y social hemos padecido los últimos años, niegan con violencia y desempleo, lo que el discurso oficial proclama.

No muy alejado de dichas expresiones en lo abstracto, pero sí diametralmente opuesto en cuanto a las propuestas concretas, se encuentra la idea del “buen vivir” enarbolada por organizaciones y grupos indígenas de México y América Latina. Vivir bien para ellos supone el desarrollo de los pueblos originarios fundado en el respeto de su identidad, así como en la relación armoniosa con la naturaleza. Es una defensa de formas de vida alternativas a la persecución irrefrenable de ganancia que se da en el mercado -el capitalismo tardío.

Cada grupo social, cada generación, cada pueblo, ha tenido una noción particular sobre lo que significa “vivir bien”: una idea de las condiciones materiales y los valores morales que definen lo que es “genuinamente humano” y por tanto, lo que es aceptable y deseable frente a lo que no. Las abuelas, por ejemplo, entendían que había que “vivir como Dios manda”, y eso significaba para ellas que podía haber pobreza pero no miseria, y que la gente había de ser “decente” ante todo. El mercado existía, pero no determinaba. La generación de mis padres, por su parte, se definió en la posibilidad de “crecer” económicamente, para lo cual contaban con un trabajo de horario fijo, vacaciones pagadas y un futuro asegurado en la jubilación. El mercado presionaba, pero permitía el desarrollo. Hacer una familia con dos hijos, una casa, un auto y un perro en la puerta, fue la síntesis caricaturizada de lo que se valoraba como una vida buena.

Dicen que la mía es la generación de la crisis, porque nacimos en plena crisis (1982), crecimos en crisis (1994) y no hemos conocido la estabilidad que tuvieron nuestros padres. Por supuesto, tampoco contamos con las aspiraciones de nuestros abuelos, y no tenemos el cobijo de lo que “manda Dios” o del régimen “paternalista”. Nos enfrentamos al cinismo de los gobernantes y a la crudeza de un mundo que parecería desmoronarse. El mercado aprieta el paso aceleradamente. ¿Será que “vivir bien” equivale a la subcontratación o el free lance, sin horarios y sin seguridades? ¿Equivale al celular, el ipod, el Twitter, y los desechos acumulables de la tecnología? ¿Al cambio climático, el desastre en el Golfo de México, los transgénicos, la comida chatarra y el despojo de la soberanía alimentaria? Estamos en el momento justo de decidir lo que significa vivir bien para nosotros. ¿Cómo imaginar una forma de vida que frene el imperio del valor de cambio? Y, sobre todo, ¿cómo defenderla?

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